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Cine de Terror Norteamericano en los 70: Monstruos y Tabú

Tras el abandono, a partir de 1967, del código Hays -sistema de censura fílmica que salvaguardaba la imagen pacata, limpia y conservadora que las instituciones estadounidenses querían transmitir de sí mismas y del conjunto del país- las formas de representación se liberan de sus restricciones para concebir nuevas maneras de escenificar, mucho más pendientes de la realidad y de su comentario. Por supuesto, esto afectará particularmente a la visualización del sexo y la violencia, suspendidos desde 1934 en el limbo de la insinuación o de la afectación más artificial.

La Noche de los Muertos Vivientes, George A. Romero (1968)

El género de terror, ya fuera en su vertiente comercial (el Hitchcock de Psicosis) o en los filmes puramente exploitation y de bajísimo presupuesto realizados por el padre del gore, Herschell Gordon Lewis, desafió en unos casos y abandonó por completo en otros, los límites del código desde que la década de los sesenta diera comienzo. Sin embargo, no sería hasta la seminal La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), cuando la violencia y cierta casquería asociada al splatter llegarían en buena medida al desconcertado gran público. Antes de pasar, años después, a las sesiones de medianoche, el debut de Romero se estrenó en una matinal de Pittsburgh repleta de niños pero también de adultos, todos aterrados ante la brutalidad gráfica y, por lo tanto, ante la desacostumbrada incertidumbre que proponía el hecho de poder ver lo que hasta entonces estaba vetado.

Los zombies devorando intestinos e hígados en un crudo blanco y negro casi amateur llegado un momento del metraje, unido al involuntario pero acertadísimo comentario sobre la segregación racial -el rol protagonista recaía en un hombre negro finalmente ejecutado por una partida de linchamiento blanca- cimentaron algunas de las bases conceptuales del nuevo terror en nacimiento: tabú y crítica.

Diez años después, tras su originalísima y realista incursión en el mundo de lo vampírico con Martin (1977), Romero realizaría una segunda parte de su opera prima, Dawn of the dead (1978), una explicita sátira sobre la sociedad de consumo cargada de una fuerza revulsiva traducida en el desatado y desprejuiciado gore, que infectaba la pantalla con un festivo humor airado, obra del gran artista de los efectos de maquillaje, Tom Savini.

Los años setenta se beneficiarían como ninguna otra década de estas libertades argumentales y visuales. El Nuevo Hollywood de Coppola, Bogdanovich, Altman, Friedkin, Spielberg, Peckinpah o Scorsese, renovó las formas clásicas auspiciadas por los grandes estudios, ya anquilosados, en crisis y ajenos a los cambios perceptivos del público. Algunos de estos directores prestarían su talento al género que nos ocupa para crear memorables y muy relevantes películas de terror. Filmes de presupuestos holgados y autor con pedigrí -caso de La semilla del diablo (Polanski, 1968), El exorcista (Friedkin, 1973), Tiburón (Spielberg, 1975) o Carrie, (De Palma, 1976)- marcaron inmensos éxitos de taquilla y otorgaron cierto prestigio a un tipo de cine hasta entonces siempre considerado como menor (evidenciando así la elitista categorización crítica practicada al jerarquizar, asociando calidad con tema.)

Paralela a esta generación que sólo trataría ocasionalmente con el miedo, y sin su prestigio ni su estatus cultural, surge otro grupo, influido por la serie B de los años cincuenta, que se consagrará, desde la libertad que otorgan las producciones independientes de presupuestos reducidos, a explorar y releer el género sin ninguna pretensión de llevarlo a los altares del arte pero insuflándole una nueva y subversiva

intensidad. Junto al fundamental George A. Romero, los nombres de John Carpenter, Tobe Hooper, Wes Craven, el canadiense David Cronenberg o Joe Dante, resuenan a la hora de invocar las bases y cimientos sobre los que el terror moderno norteamericano se apoya. La tensión y la naturaleza explicita de la que hacen gala muchos de los mencionados, poco tienen que ver con el horror previo del país, aunque beben de todo él: de la asepsia del ciclo de monstruos, clásicos y elegantes, iniciado por la Universal en los años veinte, a su relectura, generosa en hemoglobina, por parte de la productora inglesa Hammer; de la serie B derivada del sistema de estudios en los cuarenta y cincuenta, a la factoría de Roger Corman; de las estrategias publicitarias empleadas por Alfred Hitchcock para la sugestión del público, a su reverso sensacionalista, William Castle.

Precisamente, Hitchcock y Castle, con sus enormes diferencias de talento, se revelarán como claros antecedentes del subsiguiente tipo de terror, tratando ambos, el segundo siempre en lúdica imitación del primero, una figura que se mostrará capital en la evolución del género –tanto como el muerto viviente de Romero- y que se convertirá en fetiche para muchos de los nuevos realizadores: el psycho killer, también perfilado por Michael Powell en El fotógrafo del pánico (1960), ascenderá velozmente a expresión representacional de un público que ha perdido su inocencia al confrontarse con un contexto social turbulento. La guerra de Vietnam o la difusión por parte de los medios de comunicación de casos protagonizados por asesinos en serie (Ed Gein, La Familia Manson), habían sacudido la conciencia de la opinión pública mientras acercaban a la realidad cotidiana una violencia cuyo brutalismo desenmascaraba la amenaza inofensiva y auto paródica en la que seres sobrenaturales como Frankenstein, Drácula y El Hombre Lobo habían caído.*

Este inquietante arquetipo, incómodamente incrustado en lo real, activará las esencias temáticas del slasher, popular subgénero que fundía los referenciales excesos del giallo italiano practicado por Mario Bava, Lucio Fulci o, sobre todo, Dario Argento, con distintos conceptos construidos en Navidades Negras (Clark, 1974), La matanza de Texas (Hooper, 1974), o La noche de Halloween (Carpenter, 1978). Las dos últimas cintas mencionadas se han constituido en auténticos iconos del horror, elaboradas cada una con un aparato formal opuesto a la otra (el ruralismo sucio y realista mezclado con un macabro sentido de lo bufo en Texas, la sobria estilización atmosférica para recrear un barrio residencial y el trabajado tempo en Halloween). Antes, Wes Craven, asociado con el productor de porno suave y futuro responsable de Viernes 13 (1980), Sean S. Cunningham, practicó un sucio y violentísimo remake de El manantial de la doncella (Bergman, 1960), con La última casa a la izquierda (1972), provocador y desagradable cartucho nihilista, que jugaba la carta del realismo con herramientas técnicas tomadas del documental. Ejecutado con resultados más bien pedestres aunque potentes, el film fue un antecesor del extendido género en salas grindhouse conocido como de violación y venganza. Craven, atento a la sacudida que La matanza de Texas había provocado en la audiencia, tomó buena nota de su suciedad ambiental y moral para reelaborarla en Las colinas tienen ojos (1977), inquietante recreación más o menos elemental en su forma que, en cualquier caso, dista mucho de los resultados obtenidos por la obra maestra de Hooper en la que se basa. Operación similar, pero algo más descarada, es la que llevaría a cabo Cunningham con su Viernes 13, claro plagio de La noche de Halloween, a la que añadió la visualización explicita de la sangre y el cuerpo herido, copiadas de obras italianas como Bahía de sangre (Bava, 1971).* A pesar de las innumerables imitaciones que vendrían, la incontestable obra de Carpenter permanece por encima de cualquiera de ellas, a través de su elegancia estética, su tensión bien dosificada y su icónica representación del desapasionado pero incansable asesino enmascarado.

Si estos autores partían de la cotidianeidad para subvertirla y trazar, a través de la violencia hiperbólica y festiva, crueles disertaciones sobre la familia, el paro, la disyuntiva campo/ciudad o la transferencia de culpas paterno-filiales, también hablaban por extensión del estado de un mundo corrupto, dominado por el mal irracional y latente, simbolizado por ese ser asocial, imparable y silencioso que era el asesino serial y que, llegados a los Michael Myers o a los Jason Voorhees de turno, adquirirían el estatus de seres indestructibles, tocados, de nuevo, por lo sobrenatural.

En David Cronenberg, el enfoque sobrenatural tiende a tomar las riendas de la narración, pero utilizando amplias justificaciones científicas. Esto, unido a un acercamiento al gore que supura fascinación por el cuerpo entendido como carne maltratada o en descomposición, y que le sirve para tejer auténticas reflexiones físicas y metafísicas, separa al canadiense de sus colegas estadounidenses. La transformación radical de la anatomía humana a través de su decadencia y de su violenta reformulación parece ser una obsesión en ese primer Cronenberg del cine de la carne, donde la biología y sus principios se transmutan con una maleabilidad que repele y que, al mismo tiempo, engendra una nueva filosofía perceptiva. Shivers (1975) Cromosoma 3 (1979) o Scanners (1981) son ejemplos tempranos pero vibrantes de los temas que más tarde y con mayor disposición de medios, el autor de La mosca (1986) seguirá frecuentando durante años. Igualmente, esta preocupación por el cuerpo, concretada en lo femenino y en un aparente y subconsciente rechazo masculino, devenido en tabú social, hacia la eclosión de la adolescente, se percibe de forma lúcida y crítica en Carrie, y de forma conservadora, afectada por una moral puritana y hostil para con la feliz aceptación del fin de la supuesta inocencia y el inicio de nuevos procesos biológicos, en El exorcista, llena de referencias deformantes a la menstruación o a la sexualidad vaginal diseñadas para ensuciar esos mismos conceptos. Aquí y en Cronenberg, el peligro y verdadero monstruo está en el mismo cuerpo.

Y el cuerpo como monstruo se encontrará de nuevo, aunque con evidentes diferencias de intención y resultado, en la segunda cinta dirigida por Joe Dante, Aullidos (1981). Aquí, el movimiento retroactivo que el director realiza con respecto al tratamiento del monstruo resulta de lo más interesante. La obra abraza de lleno el fantástico puro, pero Dante inicia engañosamente la trama con una amenaza característicamente moderna, el ya manoseado psycho killer, para luego retorcerla hacia los códigos fantásticos, rescatando del clasicismo y actualizando el arquetipo del hombre lobo y, de alguna manera, cerrando el círculo de recorrido. La dilatada secuencia de la transformación, excelente y artesanal labor de efectos visuales ejecuta por el maestro Rob Bottin, donde el cuerpo también se desgarra y muta, da la medida del salto gráfico, de intensa explicitud, iniciado por este nuevo terror con respecto a sus modelos previos. Dante es quizá el director de su generación más embelesado por los filmes de monstruos clásicos y manieristas. Tras iniciar su obra con Piraña (1978), una divertida relectura en clave de serie B sobre el inaugural blockbuster de Spielberg, Tiburón, seguida de cerca por Aullidos, Dante dedicará gran parte de su carrera a reconstruir con tonos amables y referenciales las esencias del fantástico que consumía en su infancia.

Todos estos cineastas se movieron entre la independencia extrema y el mainstream, entre el monstruo imposible y el real, oscilando también entre la herencia respetuosa del poder mitológico del pasado y la fuerza convulsa del presente, teñido de un rojo que ahora, gracias a la desaparición del código de censura (aunque otro sistema de clasificación por edades se impuso), podía trasladarse al celuloide con toda la rabia deseada.

Esta Edad de Oro del cine de terror norteamericano comentó, a veces sin pretenderlo y por medio de ejercicios de puro género, las realidades culturales y sociales de la década de los setenta. Dinamitando soezmente pero con valentía cualquier tipo de tabú, entre la desfachatez y el siempre oportuno espíritu lúdico, técnicos y directores jugaron, tensaron y, finalmente, rompieron las reglas del género, abonando un campo nuevo al que, en la actualidad más que nunca, no se deja de acudir para recolectar, o saquear, tamañas semillas de brutalidad, auténticas contenedoras de las esencias de su tiempo. *El asunto del monstruo moderno, el psicópata real y contemporáneo, contra el poder mitológico de los monstruos clásicos, anclados en los tejidos artificiosos de la ficción romántica, es un tema ya tratado brillantemente por Targets (Peter Bogdanovich, 1968), filmada durante el germinar del Nuevo Hollywood. *Películas como las fundacionales Halloween y La matanza de Texas, a pesar de la brutalidad conceptual de ambas y la agresividad formal de la segunda, realmente eran poco o nada partidarias del grafismo sanguinolento.

Miquel Zafra

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